“Érase una vez, en un país muy, muy lejano, vivía un enorme emperador llamado Huang Di. El hombre tenía bajo sus pies un pueblo que tenía toda su fe depositada en él, y llevó su gobierno con justicia y sabiduría, aplicando el castigo merecido a los malhechores, y premiando a los que eran de gran corazón. Sin embargo, no era el único. Otros emperadores que vivían a su alrededor ansiaban su terreno, y decidieron realizar presión y chantaje con el que hacerlo ceder y apoderarse de su imperio. Hiang Di, temeroso de tener que llevar a su pueblo a las armas, decidió llamar a los grandes maestros para que fueran ellos los que pelearan. Llamó al Grifo: Astuto guerrero, rapaz eficaz y bueno en los combates en el aire. Al tigre: Sigiloso, silencioso, y mortal. Al oso: Tanque donde los haya, arrasando todo lo que se encontraba a su paso. Al orca: Apostador de animar a su grupo y darles las ideas más positivas para seguir adelante. Al dragón: La criatura más noble que jamás había pisado la faz de la tierra, capaz de destruirlo todo con su llama de fuego. Y al lobo: Un espíritu que nunca traicionaría a su manada y pelearía hasta el final. Los seis decidieron ir a la guerra en nombre del emperador. Sin embargo, tras un tiempo, ninguna de ellas regresó. Su existencia se perdió en los albores de la historia, y el pueblo de Huang Di desapareció de la faz de la tierra.”
***
La tenue luz de la calle fue iluminando el pasillo a medida que John iba abriendo la puerta de madera caoba que teóricamente tenía que protegerlos del frío y de cualquier adversidad. El hombre de cabello corto y marrón no estaba demasiado seguro de que eso fuera a cumplir su propósito, por lo que se anotó mentalmente en un rincón de su cabeza que en el futuro deberían cambiarla. Claro, en un futuro lejano, cuando todo fuera a mejor y la economía familiar pasara el bache que se había generado dos meses atrás. No esperaba que su único hijo fuera a dar saltos de alegría al ver el interior: Un tétrico pasillo con algunas goteras en el techo daba poco lugar a la imaginación y ni de broma era el hogar de su vida. El papel de las paredes, carcomido y rasgado parecía sacado de una película de terror, y la única luz más allá de la entrada parecía proceder del otro lado, donde las ventanas estaban tapadas con algunos cachos de cartón. El hombre cogió la maleta y le indicó al pequeño que pasara por delante. El chaval obedeció sin rechistar, su silbato en el cuello haciendo sonidos en cuanto esta se removía contra la cadena de metal que lo sujetaba mientras su pelo oscuro de reflejos azulados veía por última vez en lo que respectaba a ese día la luz del sol. En cuanto dio dos pasos John observó una reacción bastante común en el niño. Alzaba la cabeza y olfateaba un poco el ambiente, como un perro buscando un hueso, pero con la diferencia que este estaba buscando fantasmas. -Los haya o no, habrá que convivir con ellos. -el padre cerró la puerta detrás de él y buscó a tientas un interruptor que diera algo de luz. Tocó algo húmedo, como carne y apartó los dedos inmediatamente ascqueado, pero luego se echó la culpa mentalmente. Eso solo podía pasar en las películas: Posiblemente no era más que moho. Si no fuera, claro, que en los últimos seis años había vivido un amor de fantasía. En cuanto consiguió encontrar algo parecido, le dio. Las dos únicas bombillas que colgaban del techo se iluminaron tras parpadear durante unos segundos, permitiendo al padre poder ver mejor por donde andaban. Cogió la maleta, y avanzó unos pasos más, sus ojos marrones intentando acostumbrarse un poco al parpadeo continuo de esas bombillas. Con las ojeras que tenía, solo le hacía falta eso para acabar de incrementar su enorme dolor de cabeza. Sintió a alguien tirar de su camiseta a cuadros marrones y azules, pero no se detuvo en absoluto: Si algo había aprendido de Hikaru, era a no mirar atrás en esos momentos. Si se trataba de un espíritu, debía encararse a él cuando estuviera preparado. El comedor no era mucho mejor. Dos sofás se encontraban cubiertos bajo un par de tela marronosas que habían visto mejores tiempos y cuya única función se había ido al traste años atrás. Las goteras no llegaban hasta ahí, pero la humedad era terrible y había hecho mella en los muebles. El hombre depositó la maleta a un lado, encendió la luz tras volver a buscar el interruptor, y apartó las sábanas para hacer un poco de juicio sobre si podía mantener esos sofás o directamente tenía que tirarlos a la basura. -Esperemos que la cama esté mejor. -murmuró para sus adentros. Una luz iluminó de golpe su rostro y el padre se cubrió inmediatamente la cara con la mano, sorprendido de la acción inesperada. -¡Au! ¡Maldita sea, Bryce! No puedes ir descubriendo las ventanas sin avisar primero, hijo. -... Lo siento… -fue todo lo que obtuvo del niño de pelo desmelenado y negro. Sus ojos azulados, brillantes como esmeraldas, se fueron apagando poco a poco a medida que agachaba la mirada. El padre se aproximó a él y se arrodilló para poder estar a su altura. Era un poco difícil la situación, pero tenía que asimilar que el chico estaba igual de traumatizado que él. -No… Tranquilo. No es culpa tuya… Todo irá a mejor, ¿Vale? Esto… Esto será temporal. -llegó a decirle el padre, con una mentira como un castillo. -Ya verás… Pero no podía evitar morderse el labio inferior mientras pensaba que estaba mintiendo a su pequeño y dándole falsas esperanzas. Para él, la situación era terrible: Su mujer muerta, ellos desertores, y él a cargo de un niño. Su hijo, que no le importaría en absoluto porque él era su padre y debía hacerse cargo. Era su responsabilidad, y era su amor, todo lo que le quedaba de su mujer, de su familia. De no ser porque Bryce no era un niño normal, todo sería muy distinto, pero ahora tenía un reto muy grande por delante, y tenía que sobrevivir fuera como fuera. Pensar en espíritus malignos no ayudaba.